Un ensayo sobre el deseo (y el mercado de trabajo)
Hoy fue mi primer día en clase de Macroeconomía.
No esperaba gran cosa. Solo otra materia más para tachar en el plan.
Hasta que entró él.
Se llama Víctor. Es colorado, con el pelo lacio, bien corto. No es altísimo, pero tiene presencia. Esa mezcla justa entre ternura y misterio. Está bueno. Pero no solo eso: tiene una forma de estar en el aula que te hace sentir que algo importante va a pasar, aunque solo esté explicando modelos de crecimiento.
Pidió un ensayo sobre el mercado de trabajo y la desigualdad de género.
Y ahí fue donde todo empezó a girar un poco.
Escribí sobre brechas salariales, techo de cristal, las trampas que el sistema arma para que las mujeres estemos siempre un paso atrás. Pero mientras escribía, pensaba en él. En su mirada cuando explicaba, en cómo pasaba la lengua por el labio inferior cuando se concentraba. Se lo entregué la clase siguiente. Ni bien entró. Lo agarró con una sonrisa distraída y dijo:
—Gracias.
Yo me senté con el corazón en las manos.
Pasaron los días y no decía nada del trabajo. Nada. Pero yo ya no podía pensar en otra cosa.
Y entonces, un miércoles, saliendo de clase, lo vi en el estacionamiento.
Estaba apoyado contra su furgoneta blanca, una de esas vans sin ventanas atrás. Estaba solo, tomando agua de una botellita. Me acerqué. Me miró y sonrió como si ya supiera lo que iba a decir.
—Todavía no me diste la devolución —le dije.
—Tenés razón. Pero lo leí. Está buenísimo.
—¿Y?
—¿Y qué? —preguntó, como provocando.
Nos reímos. Y sin decir mucho más, me dijo si tenía un rato.
Terminamos yendo a un bar cerca, uno medio escondido, sin demasiada gente. Pedimos una cerveza. Hablamos del ensayo, del sistema, de nuestras vidas. Descubrimos que tenemos cosas en común: una ex historia de militancia, una bronca con la academia, una forma parecida de mirar las grietas de la ciudad.
La conversación fluía. Él me escuchaba de verdad. No para corregirme. No para enseñarme. Para conocerme.
Después volvimos caminando.
Estábamos en el estacionamiento, de nuevo frente a su van. Y ahí, sin avisar, me agarró la cara con una ternura que me quebró.
Se acercó lento. Muy lento. Y me besó.
Fue un beso perfecto. No exagerado. No brusco. Fue justo. Como si ya lo hubiéramos hecho en otra vida.
Cuando me separé, me reí bajito.
—Esto no se puede, ¿sabés?
—Lo sé —me dijo, y me volvió a besar.
Subimos a la camioneta. Adelante. Cerró las puertas. Después se pasó atrás y me hizo una seña para que lo siguiera.
La parte trasera estaba vacía. Sin asientos. Solo una pequeña mesita contra un lateral, y una manta desparramada en el piso. Todo era gris y blanco. Un refugio improvisado.
Nos sentamos. Nos quedamos ahí un rato mirándonos, como sin saber si seguir o no. Pero la respiración nos traicionó.
Me tocó la cintura. Me acercó.
Nos besamos otra vez, con hambre.
Mi cuerpo se le entregó sin pensar.
Me sacó la campera. Le abrí la camisa. El calor subía. Me empujó con suavidad contra la pared de la furgoneta y me sostuvo la mirada mientras me bajaba los pantalones. Yo le desabroché el cinturón. Todo sin apuro. Como si el tiempo se hubiera ido. Como si eso fuera lo único que quedara.
Hicimos el amor ahí mismo, sobre el piso. Con las manos. Con la boca. Con todo.
Fue intenso, sí. Pero también fue íntimo. Como si nuestras pieles se hubieran estado esperando.
Después nos quedamos abrazados, medio en silencio, oyendo el eco de la ciudad desde afuera.
Yo no quería irme.
Y tampoco quería ilusionarme.
Pero me enamoré.
Me enamoré mal de ese sueño que fue tan real que no sé si lo viví o lo imaginé.